Dos chicos, una playa y varios cafés.
Vivía a las afueras de un pequeño pueblo de Luisiana. Todas las mañanas se levantaba a contemplar el mar. Le gustaba ver las olas romperse a sus pies. Le gustaba sentir la fría arena rozando sus manos y sentir la brisa fresca moviendo su pelo.
Nunca paseaba nadie, siempre llovía y el cielo siempre estaba lleno de nubes negras En aquellos momentos se sentía feliz. Libre y feliz. Claro que después llegaba la noche y la felicidad era sustituida por soledad. Se sentía condenado a pasar el resto de sus días solo en una playa vacía que no hacía más que recordarle cuán infeliz era.
Empezó a preguntarse si realmente eran las nubes que lloraban o era él. No lo sabía y, tal vez, nunca lo haría. Era siempre lo mismo, las mismas olas partidas, la misma brisa fría, las mismas palabras, los mismos sentimientos. El mundo avanzaba, pero él seguía atascado entre la arena y las rocas. Empezó a mirase en el espejo de su habitación cada día; 1, 2, 5, y hasta 30 minutos. Poco a poco comprendía el sentido de su vida. A él, una persona que estaba poco acostumbrada a los cambios, le estaba sucediendo su metamorfosis personal. Veía cualidades de su persona que nunca había visto y empezó a pensar que esa soledad que sentía antes era un reflejo de su propia autoestima.
Visitó el pueblo en alguna ocasión, en busca de librerías que retrataran sentimientos disfrazados de letras.
Salió de la ciudad en busca de nuevas emociones que le pudiera proporcionar la aventura.
Ya no se sentía solo, tenía a su sonrisa y a las olas de la playa que le esperaban al volver a casa.
Visitó una galería de arte en Estrasburgo, una pintoresca ciudad entre Francia y Alemania, en la que conoció a un chico llamado Pett. Tenía el pelo de color azabache y los ojos tan azules que le recordaban a las olas de su mar.
Después de tomar el café con Pett un par de veces y de haberle recitado numerosos poemas de Bukowski en las orillas del puerto, le invitó a visitar su playa.
Era un gran avancé para él, pues ya no sería solo su playa. Ahora también sería de Pett. Y estaba aterrado por compartir sus pisadas con alguien más que no fuese su propia soledad.
Cogió la mano de Pett de entre toda la niebla que cubría su casa y la bordeó, dando paso a la playa.

Estaba como siempre
Lloviendo
Nubes negras
Olas rompiéndose
Brisa fresca...
Se sentó con Pett en la arena, echando la cabeza hacia atrás, dejando que la brisa azotara su rostro. Observó a Pett, que se encontraba maravillado por las vistas. Observó su maravilloso rostro, su pelo color azabache, su camisa blanco marfil, y sus suaves dedos. Los agarró. Y, a pesar de haberlo hecho muchas veces, esta vez fue distinta. Supo que algo había cambiado. Ya no eran la soledad y él. Ahora eran Pett y él.
Claudia Pinto Vidal. 2º ESO